miércoles, 19 de junio de 2013

Siempre se van los mejores

Querido abuelo:

Sé que no recibirás esta carta, y que escribo para nada, pero si para alguien.

Solías decirme que odiabas el mal tiempo, que dormir era el mejor remedio para curarlo todo. Solías quejarte muy a menudo por cosas sin importancia de esa manera tan tuya. Solías siempre estar a tu bola, ignorando lo que te rodeaba, acompañado de tu bastón, aquél que llevabas a todas partes. 
Como olvidar tus siestas de media tarde, o tu adicción a los tazones de sopa, que parecía que no sabías alimentarte de otra cosa. 
Me acuerdo de cuando la abuela te echaba la bronca por beber a escondidas esas botellas de orujo que tenías guardadas en los cajones del salón, o de cuando gruñías para ti mismo cada vez que veías las noticias o cada vez que perdía el Atlético de Madrid. Tú y tus manías.
Quizás ya no había tanto contacto, solías permanecer distante, a penas hablabas ni recordabas los nombres de la gente, porque con la edad se van olvidando las cosas y te centras en la rutina de sobrevivir cada día, pero siempre fuiste un héroe para mí. Simplemente por el hecho de levantarte tras cada caída, y de soportar todas esas cosas que te acercaban cada día un poco más a la muerte. Eras fuerte. Eras.

Siempre se van los mejores abuelo. Tú ahí arriba y todos estos gilipollas aquí abajo; ya podían intercambiarse los papeles ¿eh?
Dios y su extraño sentido del humor.

Ojalá estuvieras aquí todavía.


«Arrugas que son huellas de la vida, lecciones aprendidas que no me canso de escuchar»


                          Gracias, y descansa en paz. 






domingo, 9 de junio de 2013

Te regalé armas para defenderte, y me cosiste a tiros.


Otro capítulo más para la colección de desastres
Otra desgracia amarga para este alma decaída
Otra noche de insomnio considerable
Otro café para mantenerse en pie
Otra vez las ojeras
Otra vez tú.




Pero sabías lo de sus pupilas y la estratégica forma que tenía de matarte con solo mirarte.
Lo de su sonrisa, y las mil maneras que tenía de hacerte tocar el cielo.
Sabías lo de sus tontas manías de apostar por sus razones.
Sabías lo de su carácter, y conocías sus puntos fuertes.
También los débiles, para que engañarte.
Pero también sabías que te acabarías estrellando y aún así aceleraste; amaste sin frenos una vez más, y te pegaste la hostia de tu vida. Nada nuevo, ¿verdad?

Entonces pasa el tiempo. Y cuando te quieres dar cuenta has dejado atrás el arduo invierno.
Parece que llega el verano. El sol, la arena, el buen humor, suben las temperaturas y lo que antes parecía gris recupera su tono habitual, o eso dicen.

Pero da igual los grados que haga ahí fuera, aquí dentro siempre se va a estar bajo cero.