Sé que no recibirás esta carta, y que escribo para nada, pero si para alguien.
Solías decirme que odiabas el mal tiempo, que dormir era el mejor remedio para curarlo todo. Solías quejarte muy a menudo por cosas sin importancia de esa manera tan tuya. Solías siempre estar a tu bola, ignorando lo que te rodeaba, acompañado de tu bastón, aquél que llevabas a todas partes.
Como olvidar tus siestas de media tarde, o tu adicción a los tazones de sopa, que parecía que no sabías alimentarte de otra cosa.
Me acuerdo de cuando la abuela te echaba la bronca por beber a escondidas esas botellas de orujo que tenías guardadas en los cajones del salón, o de cuando gruñías para ti mismo cada vez que veías las noticias o cada vez que perdía el Atlético de Madrid. Tú y tus manías.
Quizás ya no había tanto contacto, solías permanecer distante, a penas hablabas ni recordabas los nombres de la gente, porque con la edad se van olvidando las cosas y te centras en la rutina de sobrevivir cada día, pero siempre fuiste un héroe para mí. Simplemente por el hecho de levantarte tras cada caída, y de soportar todas esas cosas que te acercaban cada día un poco más a la muerte. Eras fuerte. Eras.
Siempre se van los mejores abuelo. Tú ahí arriba y todos estos gilipollas aquí abajo; ya podían intercambiarse los papeles ¿eh?
Dios y su extraño sentido del humor.
Ojalá estuvieras aquí todavía.